De Caracas, Venezuela, a ciudad de Panamá, Panamá. El vuelo 123 nos vio renacer.
En agosto de 2008, una pequeña familia venezolana decidió dejar su tierra natal y dirigirse a un pequeño istmo. Esta es la historia de mi familia.
Papá recibió una de las mejores ofertas de trabajo para un chef: grandes cifras, oportunidades internacionales, altos cargos en la cocina y en la administración de un restaurante, entre otras promesas.
Mamá, quien era vicepresidenta de un banco, decidió apoyar a su esposo, a pesar de que la oferta no era tan favorable para ella, con el propósito de alcanzar el tan ansiado sueño de una mejor calidad de vida para nosotras, sus hijas.
En 2008, Venezuela se volvía cada vez más insegura. La escasez era palpable y el socialismo ganaba terreno, sumiendo al pueblo en tristeza. El país se oscurecía bajo las nubes de la incertidumbre. Ese mismo año, Venezuela y Rusia firmaron un acuerdo relacionado con el gas y el petróleo. Para cuando nos fuimos, el país ya estaba cambiando, y no para mejor.
El 17 de agosto de 2008, el vuelo 123 nos llevó de Sudamérica a Centroamérica. Aquel avión no solo transportaba equipajes y personas, sino también sueños, metas, dudas, miedos y sentimientos indescriptibles. Más de dos horas y 1369 km de trayecto nos hacían cuestionar si la decisión que habíamos tomado era la correcta.
Después de haber vendido todo en Venezuela y quedar con las manos vacías, despegamos sin vuelta atrás. Nos dirigíamos hacia una nueva vida, sin saber si sería buena o mala, solo teníamos la certeza de que sería diferente.
Al llegar a Panamá, pocas semanas después, los socios de mis papás llamaron con la noticia de que… habían quebrado. Mis padres entraron en crisis. ¿Qué harían ahora? Mamá consiguió trabajo como oficinista, y papá en un restaurante, mientras un abogado nos ayudaba con los trámites de legalización para poder vivir tranquilos en la tierra canalera. Pero ese abogado nos estafó, y otra vez nos vimos en crisis.
Mamá perdió su trabajo poco antes del fraude y decidió dedicarse a cuidarnos, pero pronto se dio cuenta de que no podía quedarse sin hacer nada, ya que a veces no alcanzaba para pagar los servicios básicos. Recuerdo que jugábamos a "hacer campamento", lo que en realidad significaba que nos habían cortado la luz. Tal vez mamá no volvería a ser vicepresidenta de un banco, pero estaba dispuesta a hacer lo necesario. Vendía lazos y vinchas en todas partes: en fiestas, reuniones e incluso en la calle. Así nos sacó adelante. A veces se quemaba los dedos, se cortaba o se frustraba, y se preguntaba si había sido una buena idea dejar todo y venir a Panamá. Pero pronto dejaba atrás esas dudas y seguía adelante.
Los años pasaron, al igual que los trabajos de mi papá. Mamá comenzó a trabajar en un colegio y, poco a poco, fue ascendiendo.
A pesar de haber pasado tanto tiempo en Panamá, seguíamos siendo “los extranjeros”. No éramos completamente de aquí ni de allá, y esa sensación nos acompañaba.
La pandemia llegó y parecía que la historia se repetía. Esta vez, sin embargo, las niñas de mami y papi ya tenían 14 y 18 años. Mamá lloraba porque el dinero no era suficiente, papá estaba sin trabajo, y nosotras estudiábamos desde casa. Después de 18 años de casados, mis padres decidieron separarse. Papá optó por regresar a Venezuela, pues, tras 15 años, no lograba encontrarse a sí mismo.
En enero de 2023, papá se fue, en busca de una mejor realidad, ya que la vida de extranjero no es para todos. Mi hermana, mi abuela, mi mamá y yo nos quedamos aquí, construyendo juntas un hogar. Buscábamos paz, aunque las conversaciones sobre pasaportes, trámites y dinero parecían arrebatarla.
Pero lo logramos. Salimos adelante y finalmente conseguimos aquella vida tranquila con la que habíamos soñado desde el principio. Gracias, Panamá, por abrirnos las puertas hacia una nueva vida. Gracias, vuelo 123, por llevarnos hacia lo que hoy llamo hogar, conocido en el mundo como Panamá.
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